Semana Santa ha finalizado, con sus interminables procesiones reflejo de esa masa lenta que busca constituirse finalmente como tal en un "más-allá" más allá de su racional inteligibilidad. Lamentación masoquista e identificatoria con el poder redentor de un símbolo. Yo ya tengo mi lignum Crucis a pesar del escepticismo que puedan suscitar mis palabras. El diabólico Pablo inventó toda esta patraña y él habrá de responder de su ofensa en el juicio final. Nada de eso me conmueve. A mi delicado espíritu le han crecido dos alas blondas con las que soy capaz de sortear las amenazantes montañas del Destino. Una mirada pura, unos ojos inmaculados, un tacto grácil y límpido, una idea bella que fulge cuando las sombras luchan por ocultar el Sol. Extasiado, embriagado por la pasión desbordante que sacude mis sentidos, en este estado de arrobo y lucidez me embarco en la audición de J. S. Bach et les influences italiennes, me abandono acto seguido en brazos de la fortaleza electrizante de Van Halen y su magistral directo Right here, Right Now, para finalizar con un toque sacro de la batuta de Giovanni Pierluigi da Palestrina en su Missa "Dum complerentur". Y es justo en ese preciso instante en que detengo la reproducción del sonido cuando un fuerte dolor localizado en la zona occipital se apodera despiadadamente de mi mente, apenas si puedo pensar con claridad, las ideas y las sensaciones se entremezclan en extraña e irracional cognación, inexistente cognición, para sumirme gradualmente en un estado crepuscular plagado de mensajes encriptados, señales confusas, misterios nacientes, signos alucinados. Alzo la mirada y soy consciente de estar viendo en tubo, como si la visión estuviera siendo aplastada por un peso insoportable cargado sobre los entrecerrados párpados, y en la lejanía del túnel, en su fondo inescrutable, una luz danza al ritmo del Mindfields de Prodigy, con una coordinación de movimientos que me aterroriza por su violencia, a la vez que me atrae irremediablemente a su centro. De pronto esa luminosidad estalla en un crisol multicolor y me penetra las entrañas, atenazando mis nervios, atalajando mis neuronas y dirigiendo su galopar hacia el corazón mismo del pulso divino. SACRO PUSH:
Orson Welles: Ciudadano Kane. El legendario Welles inventa lenguaje cinematográfico a través de esta deslumbrante maravilla del séptimo vicio, un dechado de virtudes técnicas y hallazgos narrativos prácticamente imposible de imitar, todo al servicio de una historia dura y crepuscular sobre el verdadero significado que se desprende del ascenso y caída de los ídolos de barro, construidos desde el poder mediático, la ambición desmedida y el dinero. ¿Puede un hombre convertirse en un Dios? ¿A qué precio? ¿Qué es preciso abandonar en ese camino de extinción trágica? La respuesta sigue reconcentrada en esta cumbre del Arte universal. Clásico.
Robert Mulligan: Matar a un ruiseñor. Basada en la novela de Harper Lee ganadora del Pulitzer en 1960, el extraordinario filme de Mulligan indaga con precisión y sensibilidad acerca de la fabricación individual de esa capacidad que se ha dado en denominar "empatía", o lo que es lo mismo, las bases educacionales para un desarrollo moral correcto que desemboque en la aceptación de la alteridad como realidad incuestionable. Gregory Peck ejemplifica un modelo de conducta ideal que, sin embargo, sabe sortear la rigidez de las normas éticas cuando la situación así lo demanda, enfrentado a la defensa judicial de un negro inocente acusado de violar a una joven blanca maltratada en realidad por su "primitivo" progenitor. La pareja de infantes, hijos del gran personaje interpretado por Peck, aprenderán lecciones de vida impagables al servicio de su propia educación sentimental, no siendo la menos importante de ellas la referida al miedo subyacente e infundado que siempre anida en cualquier prejuicio basado en las apariencias y en la opinión común generalizada carente de comprobación empírica. Un jovencísimo Rober Duvall será el encargado de mostrar esta verdad en todo su esplendor. Magníficamente dirigida, "Matar a un ruiseñor" constituye una cita ineludible para cualquier amante de un cine comprometido con aspiraciones de análisis y progreso ético. Muy Buena.
Sergio Leone: Érase una vez en América. Lo que dije para "Once upon in the west" (Hasta que llegó su hora) aplíquese a esta obra maestra indiscutible del maestro Leone, pero ilústrese con la vehemencia y convicción necesarias de estar frente al producto fruitivo que cualquier goce cinéfilo pudiera desear. Todo es grande, majestuoso, hermosamente doloroso y épico en esta magna creación, con pretensiones y logros totalizadores, que abarca la génesis de una idiosincrasia patriótica desde el fango de la corrupción y la violencia extremas. De Niro y Woods para venerar sin descanso, lo mismo que la enorme BSO a cargo del mítico Ennio Morricone. Clásico imperecedero.
Joseph L. Mankiewicz: Julio César. Más que brillante adaptación del texto shakespeariano la realizada por el maestro Mankiewicz, plena de fuerza y sentido dramático al ilustre servicio y memorable exhibición actoral de unos intérpretes en pleno estado de gracia. El mítico Marlon Brando encarna a un Marco Antonio corroído por el veneno de la venganza, mientras que James Mason da vida a un Bruto capaz de racionalizar su crimen hasta justificar lo injustificable, cerrando con su sacrificio último una imposible pero aparentemente honorable redención. Los rincones más oscuros de la ambición y el poder visitados a 50 grados de temperatura ambiente, provocando la ebullición de las pasiones más inconfesables. Obra Maestra.
Raoul Walsh: Juntos hasta la muerte. Inolvidable western del sabio Walsh que, con su habitual maestría y contundencia, nos regala todo un clásico memorable que es al mismo tiempo impecable lección cinematográfica, emocionante historia de aventuras, relato perfecto sobre la tragedia de un amor abocado al sublime desastre de su exaltación y reflexión sombría sobre los inescrutables y deterministas cauces del Destino. Una maravilla deslumbrante ya convertida en todo un Clásico para los amantes del género. Virginia Mayo nos deja babeando hasta el fin de los tiempos. Obra Maestra.
Peter Greenaway: Los libros de Próspero. El inclasificable, autoproclamado enfant terrible del séptimo vicio en el que dice haber perdido toda fe comunicativa, el iconoclasta y excéntrico Greenaway no defrauda a sus incondicionales, que ya nos contamos por legión, en la que sin duda es una adaptación intrigante, mítica, escatológica, vibrante, oscura y ardiente de "La Tempestad" de William Shakespeare, pues es la suya una aproximación atravesada por una reflexión descarnada y descreída sobre la ausencia de vida anquilosada en el estatismo de las páginas eruditas de los libros del mundo, los más importantes que Próspero ha reunido, los que precisamente dejan escapar la vida que aseguran con sus palabras apresar. Greenaway trabaja en varios planos al mismo tiempo, en una simultaneidad intertextual que combina prodigiosamente grafismo e imagen arrojando un resultado sorprendente y, hermenéuticamente hablando, de una densidad conceptual abrumadora. Un viaje cultureta puro y duro, de los que hacen afición. Sólo por disfrutar con las parrafadas del gran John Gielgud merecería la pena la experiencia. Deslumbrante.
Harold Becker: City Hall. La sombra de la corrupción total asuela la ciudad de Nueva York y ensucia con su insoportable hedor todo lo que señala su ponzoñosa lengua bífida: alcalde (siempre grande Al Pacino), senadores, policía... el arte de la política como realidad de la mentira, el engaño, el fraude multiforme y la falta de escrúpulos más denigrante que uno pueda imaginar. El filme, desgraciadamente, no supera la realidad. Instructiva.
Y ya os dejo una semana más, con los sentidos inundados por una experiencia vital y relacional que está transformando con un poder arrebatador toda mi existencia. Tal vez alguna obra de Virgilio, claramente influenciado (aunque así habitualmente no se reconozca) por el pensamiento epicúreo, o del dialógico y patriótico constitucional, entiéndase bien en su acepción republicana de raigambre rousseauniana, J. Habermas, constituyan el deleite humanista perfecto para acompañar este eufórico estado interior de constante renovación espiritual. La percepción se extiende hacia realidades durante mucho tiempo anestesiadas y los matices estallan en una infinidad de ricas presencias, otorgando una ampliación continua de consciencia, originada en una vivencia honda y profunda nacida del corazón. Allí justamente donde nos es otorgado el don de la verdadera visión: la visión de la Verdad.
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