Una semana más en la que me afano, como buen escultor de las ideas, provisto de cincel, formón y gubia, conceptuales por supuesto, por someter a torsión, combándolas tal vez en exceso, alabeando unos contornos quizá demasiado rígidos, ideas preconcebidas que de esta forma nos pueden abrir su corazón y, al mirar en su escondido interior, regalarnos nuevas perspectivas de lectura desde una estricta posición de significante. Pero la cosa no es sencilla. Porque tratar de hacer metalenguaje de un cierto lenguaje es tarea siempre condenada al fracaso ya que no hay cerrazón posible en este punto: siempre nos veremos afectados de alguna manera por esas palabras-objeto de las que tratamos de hablar obteniendo de ellas un sentido unívoco. De nuevo por asociación pienso en la operación de la metáfora como el necesario límite a la sucesión interminable de elementos de una serie aparentemente infinita. Es así como podemos crear elementos nuevos desde una infinitud que se agota en el salto de un límite. Finitud lograda a partir de un recorrido interminable. ¿Una traición a la esencia de la serie? Tal vez un matemático pudiera contestar a esta pregunta con más autoridad o precisión que un dubitativo diletante como servidor gusta de considerarse. Para mi querido Cioran ésta es condición más que peligrosa, puesto que como muy bien señala "no se abusa sin riesgo de la facultad de dudar". ¿A qué sólidos prejuicios agarrarse entonces? Buscar deliberadamente un cierto grado de inconsciencia, el placentero abandono en unas creencias injustificadas… Es justo el momento de escuchar una maravillosa Suite en la menor para "viola da gamba" del maestro francés Marin Marais (1656-1728), un verdadero deleite pensado para ese particular instrumento gestado durante el siglo XV español e introducido en el país galo a principios del siglo XVII, tras un periplo por Italia e Inglaterra, de la mano del viajero André Maugars, y que se convertirá en un importante y destacado compositor e instrumentista, salvando las distancias con la enorme influencia del malogrado Jean Baptiste Lully, en la megalómana corte de Luis XIV. Sí, en efecto, acertáis con rigor aquellos de vosotros cinéfilos y culturetas (o viceversa) que habéis pensado en la famosa cinta de Alain Corneau del año 1991 llamada "Tous le matins du monde", en la que un maquillado Gérard Depardieu encarnado al músico de marras narra su peripecia vital y musical, indisociables en ese universo, íntimamente ligada a la odisea del atormentado y enigmático Monsieur Sainte Colombe, al que da vida un extraordinario Jean-Pierre Marielle.
TODAS LAS MAÑANAS DEL MUNDO
El filme adapta notablemente la novela homónima de Pascal Quignard quien a su vez se nutre literariamente hablando de los escritos dieciochescos de Evrard Titon du Tillet, en concreto de su obra de 1732 "Vies des musiciens et autres Jouers d’Instruments du regne du Louis le Grand". El alumno que ha sido, por así decirlo, despedido por el profesor porque éste percibe que poco o nada ya puede enseñarle (¿o quizá trata de atesorar un último secreto de su escondido arte o es que sigue afirmándose en que el talento del pupilo es sólo el de un perfecto malabarista de los sonidos pero en ningún caso el de un verdadero músico? >>"Usted hace música pero no es músico", le dirá cuando durante la entrevista de admisión le haga interpretar unas variaciones sobre las Folies d’Espagne), y que se dedica a espiar a su profesor, mientras éste interpreta algunas secretas composiciones encerrado en una cabaña de madera construida por él mismo, junto a la hija mayor del maestro que se ha enamorado perdidamente del joven aprendiz. ¡Qué visión tan terrible y tan hermosa al mismo tiempo! Porque si de algo profundísimo trata esta maravillosa y extraordinaria cinta es sin duda del secreto esencial y final de la propia música. ¿A quién se dirige en realidad? ¿Cuál es el auténtico objetivo de un arte construido sobre el tiempo fugaz y que parece diluir su persistencia en cada nota emitida? El consumado gambista en que se ha convertido Marin Marais no deja de ser asaltado por la duda que le plantea la cuestión sobre la inaccesible sustancia de la música, entendida en su vertiente de arte total capaz de conmover las fibras más hondas del corazón y totalmente libre de servidumbres palaciegas o comerciales. Es una inmersión a pleno pulmón en las procelosas aguas de la gestación artística y justo en esa asfixia de los sentidos se abrirá para su sensibilidad el misterio tanto tiempo anhelado por su espíritu. ¡Qué resplandor tan bello, tan trágico, tan imborrable! Todavía la emoción me embarga y algunas lágrimas surcan mi rostro cuando recuerdo algunas memorables secuencias de esta indescriptible obra maestra.
Y es que, como habréis adivinado, la "jansenista" impronta del escritor Pascal Quignard es indiscutible (por cierto, el monarca Luis XIV mandó destruir el monasterio jansenista de Port-Royal a principios del siglo XVIII). Todo el filme es atravesado por una enrevesada y oscura teoría del amor que, tal y como señala Rafael Conte al reseñar con su habitual brillantez la última obra del novelista llamada "Vida secreta", el amor en nuestro autor es "un amor fatal, asocial, individual, irremediable, quizá efímero, siempre monógamo y por encima de todo secreto". Y más adelante en su espléndido artículo vuelve a reiterar que se trata de "algo fatal, inexorable, asocial, individual de dos (nada de uno) implacable, secreto y perfectamente puritano a la vez". La BSO corre a cargo de Jordi Savall con quien el propio Quignard fundó el Concierto de las Naciones. No es casualidad que el mismo Quignard también dirigiera el Festival de Música Barroca de Versalles. No añado nada más, creo que es más que suficiente. Estáis obligados a contemplarla y satisfacer vuestra sed de absoluto sin mayor dilación posible. Por hoy basta. Estoy exhausto.
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