Vaya por delante que a mí esta obra de uno de los más particulares cineastas del firmamento autoral me ha gustado bastante, lo suficiente para otorgarle tiempo y crítica en este magnífico espacio de cine. Pero asimismo reconozco ser un incondicional de Terry Gilliam y entiendo perfectamente las furibundas críticas que se han vertido contra ella. No hay término medio: se la odia a muerte o se la adora sin reservas. Y es que la cinta del ex-Monty Phyton no es fácil de abordar desde unas coordenadas más o menos convencionales. Puede calificarse de: delirante, radical, asquerosa, irracional, extenuante, pretenciosa, onírica, insustancial, absurda... todo ello es cierto, pero a pesar de (o precisamente debido a) semejante administración de epítetos, la de Gilliam resulta una obra inclasificable que rezuma un atractivo tan extraño como fascinante. Porque alucinante y alucinada es la historia de esa niña capaz de generar un universo alternativo mediante el uso irrefrenable de una fantasía desbordada, con la necesidad evidente de escapar a una realidad lúgubre y sórdida oscurecida por la sombra de unos padres drogadictos e irresponsables. Si uno entra de lleno en la película, si logra abandonar algunos de los prejuicios valorativos más anclados en las diversas tiranías racionales que nos sirven de marcos de referencia interpretativos de la realidad, y si consigue dejarse arrastrar por unas imágenes a ratos hipnóticas y siempre provocadoras, entonces podrá acceder a un universo creativo y mental rayano en la demencia, sí, de acuerdo, pero que, como sucede también dentro de la obra estilizada de otros creadores de esta inusitada estirpe autoral (el gran David Lynch sin ir más lejos), no deja indiferente a nadie y proporciona sensaciones nuevas y muy sugerentes, especialmente transformadoras. De hecho, las interpretaciones que puedan ofrecerse son diversas en función del acento que se desee colocar sobre alguna parte más específica del filme. Me decanto en este sentido por un momento que bajo mi punto de vista resulta clave para poder otorgarle la dimensión de elaborada fantasía que realmente merece esta original cinta.
Cuando el padre, un Jeff Bridges muy lebowskiciado, está a punto de recibir la dosis que puntualmente le suministra su hija directamente en vena, éste le dice a la pequeña las siguientes y enigmáticas palabras: "Papá sólo se va por un tiempo al lugar donde se hacen los sueños. Papá va a ir a dar un paseo por la lejana orilla subterránea donde se esparcen los sueños y esperanzas. Sí, los veo, reliquias de tiempos antiguos, tumbas solitarias que se erigen por la melancólica tierra de las mareas". Ignoro si Terry Gilliam estaba pensando en lo mismo que yo cuando escuché estas hermosas frases, pero en mí se produce una conexión significante que conecta este párrafo con la magnífica obra del escritor japonés Haruki Murakami titulada "Kafka en la orilla". En un pasaje muy revelador de la novela, uno de los protagonistas ha leído una sentencia perteneciente al poeta W. B. Yeats y añade: "La responsabilidad empieza en los sueños. Estas palabras resuenan con fuerza en mi corazón". Y a continuación reflexiona: "<
Pues bien, entiendo precisamente el periplo de Jeliza Rose, la pequeña protagonista de "Tideland" encarnada con excelencia por la joven Jodelle Ferland, como un doloroso viaje hacia la responsabilidad dentro del perverso sueño de sus padres, y a partir de ahí pueden extraerse conclusiones sobre este fenómeno y los intrincados nudos que también se establecen con el trauma y sus bizarras creaciones fantasmáticas.
Por otro lado también la película de Gilliam permite una indagación sobre las eternas cuestiones de la profecía y el destino. ¿Cómo afrontar y, si es posible, escapar a una trayectoria marcada por unas decisiones arbitrarias que no son las nuestras? ¿Cómo lidiar con esas profecías autocumplidas que se generan desde lo más hondo y desconocido de nuestro inconsciente, materializando nuestros temores y miedos más oscuros e inconfesables?
Para seguir con la línea deductiva abierta por los personajes de Murakami, siempre provocadora e imprevisible, os diré que éste gran escritor aborda estos interrogantes con brillantez mediante la inteligente y acertada apelación al enigma y actualidad constante de la tragedia griega. El protagonista de la tragedia es elegido por el Destino no por sus defectos sino precisamente por lo contrario, por disponer de una batería estupenda de virtudes incomparables. De ahí se deriva la ironía y por eso nos subyuga todavía: esa ironía lleva a profundizar en el conocimiento de uno mismo, otorgando así una esperanza universal más allá del propio destino individual. El héroe trágico crece en su individualidad. Pero la clave es la siguiente: la tragedia proporciona un mecanismo para el logro de ese crecimiento hacia la sabiduría, crecimiento que siempre viene constituido por esa ironía basada en la contradicción entre el fatum y la propia valía personal: ese mecanismo no es otro que la metáfora (la metáfora edípica por ejemplo).
Prosiguiendo con el argumento murakamiano, en otra parte del libro hace referencia a la propia visión personal basada en las conexiones entre el mundo mental de uno y todo aquello que le rodea. Es otra forma de enunciar la vigencia de la metonimia. Lo cual nos conecta con la mitología de Casandra (desgraciadamente poco aprovechada por el último Allen en una de sus más recientes entregas) y esa particular maldición que posibilitará la predicción de sucesos futuros sin que finalmente nadie crea en su fatal cumplimiento. Un síndrome que aparece precisamente resaltado en la distópica "12 monos" del propio Gilliam (recuérdese a la bella Madeleine Stowe departiendo sobre tan espinoso asunto), y que además, valga esa misma metonimia a que antes me refería, me trae a la mente una pregunta y una respuesta dentro de la obra maestra de Coppola "La ley de la calle" a propósito de lo que en realidad podría significar ser poseedor de una percepción distinta de las cosas y de uno mismo respecto a un contexto mucho más normalizado y convencional. Éste es el escueto diálogo que recuerdo, luego no será del todo exacto, entre el joven pandillero Matt Dillon y el camarero interpretado por Tom Waits (será años más tarde Renfield en el Drácula del mismo director):
¿Ironía? ¿Esa contraposición de dos verdades opuestas que arroja como resultado una sonrisa de feliz inteligencia tal y como señala la joven Jane Austen en la reciente "ficción de los orígenes de la escritura" realizada por Julian Jarrold? Ciertamente aplicable al caso que nos ocupa.
¿Era todo lo expuesto hasta aquí una verdadera crítica de "Tideland"? ¿No se tratará de que hemos entrado también en el confuso e interconectado mundo de su sueño? No olvidemos que "una carta siempre llega a su destino". No tiene que ver esto con la realidad fáctica sino más bien con la titularidad de un determinado mandato simbólico. Yo suelto la botella y esa carta derrelicta, navegando sin rumbo predefinido en medio del infinito océano, ya ha encontrado su destinatario, el orden simbólico del gran Otro. Gilliam nos interpela y su carta llega a su destino en cada uno de nosotros. Su éxito en este sentido es total y absoluto. ¿Deliberado? Más bien un azar necesario.
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