Una semana más que me conduce, tras el merecido descanso nómada, hacia nuevos replanteamientos nutridos con el futuro más próximo que nos viene. En las cercanías de la repetición del acontecimiento fundacional cristiano por excelencia nos está permitido interrogarnos acerca de su potencia transformadora y moral. Porque de eso y de nada más se trata: de los mitos, es decir, de nuestro enraizamiento ético, por más que ello se discuta, en el orden de lo sagrado. Lo sagrado es ambivalente y por eso también está relacionado directamente con el Tabú. Y frente a la imposibilidad, como muy bien señalase Leszek Kolakowski, de hallar una contradicción lógica o psicológica al quebrantar el imperativo categórico kantiano, ¿no es tal vez la Culpa la única responsable de mantener a flote nuestro debilitado sentido moral? Una culpa necesaria también y por lo tanto para controlar nuestro desmesurado impulso hacia la destrucción. Se trataría tal vez de tratar de conciliar posiciones aparentemente irreconciliables (teocentrismo y antropocentrismo éticos) desde la aceptación de un posicionamiento hacia el polo de la dignidad humana desde su arraigo en lo sagrado como enclave fundamentador de la cultura. Las maravillosas notas de la Sonata n° 1 BWV 1027 en sol mayor para viola de gamba y clavecín (Jordi Savall y Ton Koopman mano a mano) del maestro Bach me reafirman en mis especulaciones sobre la casi inextricable madeja de la moralidad humana. Se dispara entonces una particular asociación sevillana y recuerdo mi breve estancia en dos ciudades maravillosas. Primero Córdoba, cuna del gran pensador, médico y teólogo hispano-judío Maimónides (1135-1204), que nos sumerge sin preaviso en un espacio abierto y multiplicado, trasunto de la infinitud de la trascendencia divina, en el interior de su maravillosa Catedral (antigua mezquita). Muñoz Molina tuvo que experimentar algo similar al escribir con acierto que sus "dovelas blancas y rojas acentúan la sensación de que el espacio se repite y se expande hacia el límite siempre inalcanzable de la lejanía horizontal". En segundo lugar Sevilla, donde podemos contemplar extasiados el cenotafio de Cristóbal Colón en el interior de su impresionante Catedral, una construcción de absoluta pureza gótica en sus inicios, y la majestuosa y omnipresente Giralda, de casi 94 metros de altura y a cuyo pico tal vez ascendiera a caballo Fernando III el Santo el mismo día de la conquista de la ciudad. El tiempo se anuda detrás de nosotros devanando historias entrecruzadas que se aovillan en un tumulto legendario. Ni siquiera la bondad de una ingenua ucronía podría dejar de apresar, integrándolas en su seno, las mismas fatalidades históricas. Redundancia. Y es mi admirado y querido Chapi quien, en medio del éxtasis coverchileno que nos embriagó a todos durante la fiebre del sábado noche, me pone sobre la pista (¿también leyenda?) de la fabricación reciente del mito. En el escudo sevillano, a los pies de las figuras de San Isidoro y San Leandro, aparece el curioso criptograma sevillano cuyo origen se remonta al agradecimiento del rey Alfonso X el Sabio a la ciudad que siguió siéndole fiel hasta el día de su muerte sin llegar a reconocer la legitimidad monárquica del díscolo vástago Don Sancho. No-madeja-Do. Estamos una vez más en el punto de partida, dispuestos de nuevo a enredarnos más y más a medida que tratamos de desembrollar la presencia de los mitos construyendo para ello nuevas supersticiones científicas. La luz danzarina me da la señal de llegada y me transmite en su particular lenguaje signo-lumínico el mensaje cierto sobre la imposibilidad de reconstruir los pasajes conformadores de identidad sin apelar a vinculaciones enterradas, aceptadas, presentes e increíbles. Es hora de fabular. La propia madeja de la realidad es la que No nos Deja. Se teje sobre sí misma construyendo la urdimbre de la ficción. PUSH IT GORDIAN KNOT:
Jacques Tati: Mi tío. El personaje creado por el admirado cineasta francés nos ofrece una inteligente sátira sobre los peligros del mundo moderno, entendido éste más en su clave de monstruosa razón tecnológica, al contraponerlo con una visión idealizada, deliberadamente ingenua, encarnada en la piel de un personaje, el inolvidable Monsieur Hulot, enfundado en una máscara de rebelde infantilismo cuya torpeza e inadaptación al medio empresarial y tecnológico pone en evidencia la sinrazón de un modo de vida centrado en la adoración del objeto convertido en fetiche de placer y salvación. Tati satura la cinta con gags continuos a través de una planificada utilización del espacio y la puesta en escena de marcado tinte surreal, de tal forma que esa sobrecarga se difumina casi mágicamente en una línea no-argumental que excluye el desarrollo de personajes o el progreso narrativo y opta conscientemente por una superposición coral de caracteres hasta por fin lograr que elementos de un mundo, el cálido representado por el anárquico patán, acaben por infiltrarse, contaminándolo, en el opuesto universo frío de los cálculos de rentabilidad y productividad. Es así como Tati logra infundir un aliento de comicidad de ideas, por momentos rozando la pura abstracción, por medio de la utilización de un lenguaje visual heredero en muchos puntos de la narrativa muda y aferrado a unos equívocos que parecen surgir de modo lógico del deliberado contraste entre una idealización irreal y costumbrista y el asfixiante entorno, acechante en la oscuridad (¡genial la transfiguración de la fachada en rostro vigilante!), convertido en tótem tecnológico. Pero Tati va aun más allá cuando subrepticiamente deja deslizar una corriente de criticismo social al abogar por una diseminación entre clases utilizando para ello la irónica y juguetona viñeta de los perros vagabundos en paralelismo directo con la progresiva complejización de la infancia. En este sentido también nos ofrece una velada autocrítica desmintiendo en algún sentido su idílica visión de ciertos intercambios sociales. Sea como fuere, la película de Tati consta de una superposición de capas de lectura que la convierten en vehículo privilegiado para arrancar sonrisas cómplices y luego, tras el merecido descanso, en dispositivo fílmico capaz de agitar de nuevo los dados y conducir al pensamiento sobre una completa teoría del humor. Apta para todos los públicos y absolutamente recomendable. Buena.
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