La nueva obra cumbre del maestro Clint Eastwood tiene un título ya de por sí sugerente y enigmático, Mystic River, capaz de propulsar unas expectativas que de ningún modo se verán defraudadas una vez vista, disfrutada y analizada esta enorme creación de un autor poseedor a estas alturas de su trayectoria vital de una mirada propia, particular, especial y sabia con que aplicarse, y aplicarla con suma habilidad, al complejo universo de las relaciones humanas.
Toda la ambigüedad moral inscrita en la apariencia de normalidad que oculta acechante una explosión incontrolable de furia, toda la incertidumbre de un creador aguijoneado por las contradicciones intrínsecas e irresolubles de una sociedad, la americana y por extensión globalizadora la de casi todos, enferma de narcisismo y sospecha, toda la turbulencia emocional generadora de la misma violencia genética que a su vez la alimenta en un ciclo trágico sin final posible, y toda la carga traumática de una culpabilidad insondable determinadora, fijadora, de una fatalidad hilada con la invisible estructura narrativa de la gran tragedia están presentes en la cinta del gran realizador americano mediante una extraña mezcla de clarividencia pesimista y redención paradójica, que le sirve asimismo como plataforma para la exploración diseccionadora de las oscuras corrientes sociales y psíquicas responsables del miedo, la crueldad extrema y la venganza. Con estas premisas, la investigación psicológica efectuada por Eastwood se inserta en los huecos dejados por una trama policial que le sirve de pretexto para ir cerrando progresivamente la historia sobre sí misma, retorciéndola en espirales de dolor creciente, convirtiéndola en una suma de acontecimientos engañosamente secuenciales arremolinados en torno a la luminosidad oscura del odio e impulsados en su despiadado movimiento por el torbellino de lo traumático, lo auténticamente siniestro. En el ojo del matemático huracán hallamos el sombrío triángulo rectángulo de la represión, el síntoma discapacitante y el desquite ciego cuyos lados oscilantes se dibujan con longitudes variables en los caracteres perfectamente construidos por unos espléndidos Kevin Bacon, Tim Robbins y Sean Penn, sabedores del límite interpretativo que están forzando, haciendo buena en todo momento la famosa hipótesis de Donelland según la cual las malas noticias para el personaje constituirían buenas nuevas para el actor, y ofreciendo como resultado la exacta proporción de veracidad y desgarro como para mantener constante la hipotenusa del inescrutable destino igualada a la suma del cuadrado de unos actos marcados por el demoníaco signo de la violencia.
El estilo de Eastwood es en todo momento límpido, esclarecedor, desprovisto de adornos innecesarios, haciendo uso de una precisión de cirujano en cada fotograma donde se juega el ser o no ser de unos hombres marcados por una atrocidad monstruosa que ahora retorna sobre ellos con el peso actual de un asesinato tan estúpido como posiblemente inevitable. La oscura y perfecta metáfora vampírica que utiliza Eastwood para simbolizar la succión total de vida practicada por el hecho traumático sobre el tremendo personaje encarnado por Tim Robbins es sencillamente demoledora. Porque una vez inyectado el virus de la abyección en el alma de la víctima, ésta no puede huir del mal que poco a poco, insidiosa e inexorablemente, se apodera de su carácter hasta vaciarlo de cualquier posibilidad de cura o consuelo, como los tentáculos de un pulpo hediondo apretando con fuerza irrebatible un corazón literalmente masacrado por la circunstancia imposible de simbolizar, de elaborar. Víctima, además, de la "justicia infinita" surgida de un intenso resentimiento contra todo y contra todos, acrecentada por la arrogancia que otorga la bajeza del fracaso y cuya aplicación del castigo sólo es capaz de reparar una quebrada e ilusoria ficción de estabilidad asentada en una no menos frágil e inexistente cohesión familiar.
Eastwood se guarda lo más excelso para el final y destapa su particular tarro de las esencias cinematográficas regalándonos un desenlace demoledor y fatalista donde el último recorrido de cámara que sobrevuela el arcano azul grisáceo reflejado por las aguas del Mystic nos remite directamente al oscuro hipogeo en el que tratar de sepultar la rabia y lavar las manos manchadas de sangre aún a costa de las víctimas propiciatorias de la estanqueidad de un sistema contaminado con su propio veneno de salvación. La negra conjunción entre ese incuestionable simbolismo, el perverso visaje arrojado por Bacon a Sean Penn y el hundimiento triste del hijo de la víctima subido a la caravana de la hipocresía abre de par en par las puertas para que una vez más entre y nos devore el recurrente ciclo de la tragedia.
Una película de Clint Eastwood. Una obra maestra.
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