Una semana más en la que no dejo de interrogarme acerca de cuestiones que versan sobre las problemáticas relaciones entre religión y moral. No puede ser de otra manera por cuanto dentro de muy pocos días celebramos la venida de la figura de un legendario salvador, al que ya consideramos formando parte de nuestra conciencia moral más íntima. Y se plantea claramente la dificultosa fundamentación de la ética sin necesidad de apelar en algún momento a una cierta simbología de carácter sagrado. El peligro de una secularización absoluta del tema no es otro que el de trasladar la omnipotencia de nuestro deseo, en muchas ocasiones encarnada en la imaginaria figura de una particular divinidad, a nuestra propia voluntad, operando de esta forma una traslación-sustitución que no nos saca del mismo círculo vicioso. Pero si tratamos de entender el fenómeno ético desde unas coordenadas de "moralidad mínima", como ética discursiva de compromisos intersubjetivos a lo Apel podemos también asentar nuestras normas morales en modificaciones experienciales compartidas. Y más allá todavía: ¿en qué consiste de verdad lo bueno o lo piadoso? Lo bueno podría ser considerado como tal porque es querido por Dios o tal vez es querido por Dios precisamente porque es "bueno", y en ese caso lo bueno estaría más allá del deseo divino y podría encontrarse una fundamentación fuera de su órbita de influencia. Es la presencia de lo teleológico lo que puede de hecho animar este laberinto y añadir un punto más de complejidad si ello es todavía posible. Por contraposición al trivial hedonismo que pesa sobre nuestras cabezas y bolsillos navideños, qué tal un sano eudemonismo de carácter más resistente o emancipatorio, y también reparador, a un nuevo estilo Bloch-Moltmann. De nuevo se trataría de perserverar en el deseo, en la aspiración, manteniendo para ello un alejamiento reflexivo tanto de una evasión total de la realidad injusta como de su aceptación acrítica. Tras estas especulaciones un tanto abstractas me dejo acoger suavemente por una maravillosa obra del legendario y genial Georg Friedrich Händel (1685-1759), un prodigioso autoprestamista dentro de su propia producción que en el extraordinario Salmo Dixit Dominus ofrece una resolución melódica y coral sencillamente admirable. Esto me lleva directamente a disfrutar entre ambos, en una comunión perfecta, de una de las dos cantatas fúnebres bachianas realmente conservadas en su disposición primigenia, la obra maestra llamada ACTUS TRAGICUS y que el compositor de Leipzig creó con tan sólo 22 años. En ella Bach recoge la cita bíblica haciendo cantar al coro tras un Aria plena de contención y serenidad: "Esta es la ley desde el principio: Hombre, tienes que morir". Desde unas coordenadas luteranas, que no comparto pero saboreo con énfasis, me dejo impregnar con el texto "Gottes Zeit ist die allerbest Zeit. In ihm leben, weben und sind wir, solange er will" [La hora de Dios es la mejor de todas. En él vivimos, nos movemos y existimos por todo el tiempo que Él quiere], y contemplo una luz esperanzada que combate constantemente por abrirse un hueco de fuga entre los barrotes configurados por la ideología o el prejuicio. No evitar completamente la realidad social pero no plegarte a ella negando la aspiración autónoma. PUSH IT HOPE:
Jean-Marc Barr y Pascal Arnold: Demasiada carne. El inteligente actor y ahora realizador francés (puede verse su interesante trabajo en la gran "Europa" de Lars Von Trier) nos regala una más que interesante fábula moral en el mejor sentido del término, lo que equivale a decir no moralista y sustancialmente ética. Y recalco el epíteto de "ética" porque en su buen hacer nos ofrece una clarividente e intuitiva reflexión sobre los oscuros mecanismos responsables de la inhibición sexual directamente relacionados con preceptos morales y, más hondamente, con ciertos tabúes irracionales vividos por la comunidad como una auténtica y transparente segunda piel social. Todo ello desde una deliberada desnudez estética y sobriedad narrativa asentada en los fundamentos cinematográficos "Dogma" (de nuevo Von Trier). Ya el propio título parece remitirnos a varios significados relacionados con una conceptualización de lo "excesivo" o "sobrante", que a medida que avanza el metraje podemos ir ligando con un plus de pulsión sexual contenida a través de una presión moral igualmente desproporcionada. El filme de Barr hace que vayamos estableciendo nuestras propias deducciones de un modo brillante y que los diferentes personajes de la historia, siempre conjugados en tríadas donde el deseo se combina y desplaza, muestren progresivamente el conflicto que a todos ellos estructura y hace girar a su alrededor. Y es magnífico el planteamiento inicial en tanto la hipocresía social y la mentira es la que arroja una pesada sombra de inhibición y culpa que retroalimenta la farsa dolorosa en que termina convertida la existencia del matrimonio protagonista. La neurosis de ambos aprovecha la debilidad de cada uno de ellos y extrae su energía de una complementariedad perversa. Pero la llegada a la cerrada y asfixiante comunidad rural del amigo de infancia, ahora escritor de cierto éxito y que oculta temerosamente su homosexualidad para no exponerse al ostracismo colectivo, acompañado de una sensual y libérrima compañera francesa, es justo el acontecimiento que va a suponer un auténtico punto de inflexión para la economía libidinal de la pareja, sostenida ésta en una renuncia al placer que hace síntoma por medio de estrictos rituales religiosos y la angustia insoportable de lo cotidiano. Cuando los diques de contención del personaje encarnado por Barr comienzan a resquebrajarse comienza entonces una contrarreacción en cadena procedente del entorno comunitario directamente encaminada a contener esa liberación de deseo y su posterior reconducción hacia los canales habitualmente establecidos. Como una especie de superyó tiránico y agresivo, así se comporta el medio social cuando percibe la libertad desatada del deseo como una amenaza directa contra su medio de producción y control social. De la renuncia al placer y del sentimiento de culpa inconsciente es precisamente de donde suele extraer su fuerza para canalizar la energía vital hacia fines no sexuales o, más generalmente, satisfactorios. Esta es justo la tesis que Barr trata de poner de manifiesto y ejemplificar a través de una tragedia que tiende voluntariosamente a poner el dedo en la llaga del cotidiano y asumido malestar en la cultura. El polo representado por la liberación operada en los sentidos es mostrada con sexo explícito pero no grosero, siempre excitante y sensual, repleto de una veracidad carnal no exenta de un lirismo cortante y seco. Los dos amantes exploran su carnalidad con curiosidad y fascinación creciente, cuyo avance se corresponde con la institucionalización progresiva de un nuevo orden del deseo, fuera de la fronteras matrimoniales y excluyente de las reglas de codificación social del placer, que por supuesto agrede con virulencia contra una comunidad que percibe esa experiencia, de la que están excluidos por principio(s), como el verdadero peligro a extinguir puesto que la sustancia del mismo también anida en su interior. Lo realmente fascinante de la conclusión del filme, que no desvelaré aquí en todas sus implicaciones, es ver cómo la tendencia a la cohesión social de supervivencia es capaz de saltar una prohibición tabú para castigar la infracción insoportable de otro, haciendo prever un futuro ciclo de culpa-expiación-neurosis colectiva que volverá a alimentar en su seno los demonios que trata inútilmente de aplacar. En consecuencia, una tan excelente como aleccionadora película acerca de los condicionantes sociopsicológicos de la libertad individual. Buena.
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