Una semana más donde proseguir con ciertas pesquisas especulativas cual aguerrido ferrón del espíritu pero, eso sí, sin caer en peligrosos y tentadores adehesamientos conceptuales que podrían eliminar sin aviso ciertas conexiones significativas. De nuevo es el tema de la memoria, que me enlaza a mis anteriores inquietudes y relanza mi intelecto hacia nuevos horizontes subterráneos, el que encauza algunas interesantes pesquisas. Pienso en la obra de San Agustín de Hipona, concretamente en sus monumentales Confesiones. Es cuando lee el "Hortensius" de Cicerón cuando se da cuenta de que ha de abandonar la enseñanza de la retórica para dedicarse exclusivamente al estudio de la Filosofía. Pero lo que más admiración despierta en mí ocurre al toparme al punto con algunas reflexiones del gran maestro que en realidad se convierten desde nuestra perspectiva en auténticos adelantos de tesis incluso psicoanalíticas. ¡Ay de nuestra vanidad orgullosa que nos hace ver retrospectivamente las teorías que ahora controlan nuestro universo conceptual! Todo es transfigurado y deformado a través del paso inexorable del tiempo. "Mirad, Señor, con ojos de misericordia estas contrariedades de los hombres, y libradnos de incurrir en ellas a todos los que os invocamos, y librad también a los que todavía no os invocan, para que lo hagan, y los libréis enteramente". ¿Cómo anudar entonces una cierta conceptualización liberalizadora del uso de la memoria con una supuesta apropiación artística de la misma? Mi cerebro está en plena ebullición y al operarse en su seno un momentáneo cambio de estado en su sentido más imaginario, se enganchan a las recién alumbradas representaciones las poéticas imágenes de un filme tan maravilloso como sin duda lo es 2046 del maestro Wong Kar Wai. ¿Es simple casualidad que el realizador cubano Fernando Pérez situase también su fábula sobre la represión de la libertad y la sintomática de la liberación habiendo atravesado al menos por dos decenios la fecha de la odisea del espacio? Si para el autor de "La vida es silbar" el ansia de libertad podía conducir hacia una peligrosa anulación de los mismos códigos lingüísticos que se trataban de combatir con los gestos rebeldes de la imaginación más desbordada, el autor asiático se enfrenta a la paralización del lenguaje cuando éste trata de constituirse en universo redentor de toda una existencia marcada por un inequívoco sentimiento de fracaso. ¿Qué pensaría el general cartaginés Aníbal, hijo de Almílcar y hermano de Asdrúbal, azote de Sagunto, acerca de la identidad heroica que se estaba forjando mientras avanzaba hacia Roma atravesando los Alpes? ¿Acaso no acabaría él también susurrando su secreto más íntimo, más inconfesable, en el hueco de un árbol para cubrirlo a continuación con el barro de la memoria, tratando de preservar para siempre el enigma de su verdadera identidad? El escritor protagonista del filme, el señor Chow (magnífico Tony Leung), inicia su particular viaje al fondo de la memoria en busca de aquellos fragmentos perdidos con que reconstruir su quebrada identidad allí, en ese lugar y en esa fecha donde el tiempo del recuerdo toca a su fin. Pero no puede cambiar el final de su libro, no puede reconstruirse de un modo completo, sólo mantener trozos del amor perdido, únicamente susurrar una vez más su más escondido secreto al árbol de la vida y taponar el agujero con el barro de la palabra. Barro somos y en barro nos convertiremos. La vida, germen de nuestra voluntariosa curiosidad, tal y como nuestra madre alguna vez hiciera con nosotros, "más quiso exponer de aquellas olas (olas de tentaciones) el barro de que se había de formar después mi imagen, que no la misma imagen formada y ya perfecta". El auténtico creador no desea serlo por el único atractivo de un cierto estilo de vida. Todavía existen en su torno demasiadas incógnitas. No puedo arrumbar esos pensamientos cuando mi mente viaje desde 2046 hacia la inefable incógnita andrógina que se esconde en la protagonista de la hermosa película de Carl Theodor Dreyer: Gertrud. Allí sí aparece la figura del joven artista más aferrado a unas costumbres que socialmente le definen como tal que a un modo interno de proceder, causa y a la vez resultado de su innato y desperdiciado talento. De nuevo el camino sin retorno hacia una descomposición y posterior reconstrucción de una identidad abocada a una honda y profunda soledad. Esa soledad inconmensurable, abisal, inimaginable en que uno puede imaginar al protagonista de esa auténtica obra maestra llamada "Million Dollar Baby" del infalible Clint Eastwood cuando, tras haber renunciado a la solución tal vez más tranquilizadora desde un punto de vista estrictamente religioso, elige una decisión por la que previsiblemente será martilleado por la conciencia de la culpa hasta su escéptico y solitario final. En esa cumbre inigualable que el magistral Eastwood, sobrio, majestuoso, perfecto y sabio, ha logrado en la estética existencialista del fracaso, y que bebe de fuentes tan importantes como la constituida por su "profesor" Don Sielgel ("El último pistolero") o por la caída sin fondo descrita por John Houston en "Fat City, ciudad dorada", se resume como pocas veces se ha visto reflejado en una pantalla de cine todo el dolor trágico que puede concretarse en un dual acto de salvación y condena. Toda la grandeza y la miseria de que es capaz el ser humano plasmadas con el aliento reconocible de los clásicos en un cine profundo, sombrío y grave, posibilitado por la insobornable madurez de un autor con voz propia y reconocible, que desde ya, si es que alguien lo dudaba a estas alturas de la historia, forma parte de lo más grande y hermoso que ha parido el maltratado arte del séptimo vicio. Afortunadamente muy lejos de otras apuestas mucho más costosas cuya brillante aparatosidad formal y competencia técnica no pueden disimular su falta de coraje, de savia, de verdadera emoción. El gran Martin Scorsese no ganará jamás hasta que no retome el pulso de obras mayúsculas como sin duda lo fueron "Toro salvaje" o "La última tentación de Cristo". Una acertada y memorable edición de los Oscars.
Una luz comienza de pronto a iluminar todo el espacio, adivino intransitado, ocupado por sombras lingüísticas irreconocibles para mí; algo así como una experiencia alucinógena en mi propio territorio interior, patología del ojo vuelto obsesivamente sobre su propia mirada tratada como un objeto más. He de adueñarme de esa parte interna crecida a mis expensas desde la propia pasión de ver. PUSH IT INSIDE.
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