Pues aquí estábamos, cuatro o cinco siglos después de Cristo, en plena burbuja inmobiliaria, viviendo como ciudadanos del imperio romano; que era algo parecido a vivir como obispos pero en laico, con minas, agricultura, calzadas y acueductos, prósperos y tal, con el último modelo de cuadriga aparcado en la puerta, hipotecándonos para ir de vacaciones a las termas o comprar una segunda domus en el litoral de la Bética o la Tarraconense.
Estábamos con Roma. En que Escipión, vencedor de Cartago, una vez hecha la faena, dice a sus colegas generales «Ahí os dejo el pastel», y se vuelve a la madre patria. Y mientras, Hispania, que aún no puede considerarse España pero promete, se convierte, en palabras de no recuerdo qué historiador, en sepulcro de romanos
Como íbamos diciendo, griegos y fenicios se asomaron a las costas de Hispania, echaron un vistazo al personal del interior -si nos vemos ahora, imagínennos entonces en Villailergete del Arévaco, con nuestras boinas, garrotas, falcatas y demás- y dijeron: pues va a ser que no, gracias, nos quedamos aquí en la playa, turisteando con las minas y las factorías comerciales, y lo de dentro que lo colonice mi prima, si tiene huevos.
Érase una vez una piel de toro con forma de España -llamada Ishapan: tierra de buenos conejos :-) , les juro que la palabra significaba eso-, habitada por un centenar de tribus, cada una de las cuales tenía su lengua e iba a su rollo.