Una semana más donde continuar ultimando nuestra temporal despedida, que abarcará un prudencial periodo adaptativo a una situación que presuponemos desbordante, haciendo para ello recopilación de visitas e inquietudes. Para tal objetivo cuento en esta ocasión con la inmejorable compañía del siempre inteligente y preciso Oscar Hernández, fiel amante del arte y profundo conocedor de universos musicales tan complejos, misteriosos y viscerales como el de la guitarra flamenca. Así que sin más demora nos ponemos en marcha y decidimos asistir a la exposición retrospectiva del pintor alemán Otto Dix (Gera, 1891- Singen, 1968) en la Fundación Juan March de Madrid, donde podemos contemplar extasiados un total de 84 cuadros (guaches, acuarelas, óleos, tinta, collage) entre los que destaca sin lugar a dudas un gran estudio preparatorio para el tríptico Metrópolis, a la postre un trabajo que le consagraría como uno de los pintores más emblemáticos del siglo XX. Además de este extraordinario boceto para la citada obra maestra del pintor, Oscar y yo nos quedamos realmente impresionados (¿deberíamos decir “expresionados”?) con las series tan turbadoras que el particularísimo artista realiza sobre toda una galería de rostros y personajes muy próximos al lado más salvaje, brutal y monstruoso que anida dentro de cada ser humano. Hay semblantes (que bella palabra tan adecuadamente utilizada por Jacques Lacan para hablar de las máscaras del deseo) bajo cuya superficie deformada podemos adivinar una realidad tan depravada y salvaje, tan materialmente inhumana, tan abandonada de cualquier consuelo o atisbo de conmiseración, que no podemos dejar de experimentarnos recorridos por un estremecimiento frío, casi cruel.
El sufrimiento de las víctimas inocentes de la barbarie provocada por la guerra en “Autorretrato como prisionero de guerra” y especialmente “Prisioneros de guerra”.
La aproximación trascendente desde una profunda e irrenunciable transgresión de los valores que pasan por ser los más civilizados, un terrible progreso -tal y como señala el siempre disidente y revolucionario Antonio García Trevijano nadie con dos dedos de intelecto puede seriamente defenderlo tras el infierno del Holocausto-, bien visible en cuadros tan enigmáticos y asombrosos como “La Anunciación a los pastores”, “Pequeño alzamiento de la Cruz” y sobre todo “Ecce Homo III”.
Y qué decir del fenomenal “Retrato del Dr. Fritz Perls”, autor ligado a la escuela de la Gestalt y cuyo libro esencial “Sueños y Existencia” no puedo dejar de recomendar con fervor a toda la comunidad cultureta interesada en asuntos de análisis existencial y psicoterapia.
Para continuar profundizando con mayor sensibilidad si cabe en los cursos temporales y representacionales en que nos vemos repentinamente envueltos, donde la mirada torva y virósica del autor nos ha llenado nuestra particular óptica sanguínea -por tanto fluye en nuestro interior en la misma medida en que nos percibimos fluir a través de las escenas-, nada mejor que escuchar plácidamente y en directo una dulce Barcarola de Sergei Rachmaninov (1873-1943) extraída de los Seis Duetos Op. 11 que el compositor ruso escribió en abril de 1894, y a continuación la versión para dúo pianístico a cuatro manos que realizó el maestro Rimsky-Korsakov (1844-1908) a partir de su seductora Sheherezade, suite sinfónica Op. 35 que compuso en 1888. Los dos jóvenes intérpretes, la armenia Sofya Melkyan de 27 años y el soriano Emilio González Sanz de 30, nos dejan literalmente sin aliento. El público reconoce su gran labor y aplaude de un modo apabullante y es que no es para menos. Oscar y yo nos interrogamos, incrédulos, cómo es posible alcanzar ese grado de excelencia a una edad tan temprana en un arte tan exigente y complicado como el de la interpretación musical de alto nivel.
Finalizado el interesante periplo, y todavía conmocionado por lo visto y escuchado, prosigo el curso descarriado de mi pensamiento auditivo que, enlazando esa misma idea de excelencia percibida, me conduce hacia las notas del magnífico Prince en su último trabajo llamado “3121”. El genio de Minneapolis no descansa. Este hombre en su creatividad de inspiración bíblica puede sin duda ser considerado como una de las grandes figuras de la música contemporánea. Claramente influenciado por Steve Wonder y confeso admirador de Miles Davis, quien asimismo supo reconocer ese inmenso talento en el grácil multiinstrumentista y compositor desde los inicios de su carrera, Prince es un músico capacitado y originalísimo que cuenta en su haber con algunas obras maestras de referencia sin las cuales sería muy complicado entender la evolución de la música tal y como hoy la entendemos. Prince, megalómano irredento y fervoroso creyente, logra su particular expiación y redención siempre a través de sus composiciones más arriesgadas que, como no podría ser de otra manera, son capaces de innovar porque precisamente asumen toda una tradición a sus espaldas que él conoce y domina a la perfección. Ahora, tras su etapa más funky y “hiphopera” (admitidme el palabro), tras haber combatido cual valeroso David contra el salvaje Goliat de la industria discográfica intentando abrir nuevas sendas de distribución vía Internet, tras emprender profundos procesos de cambio interior apegados a una espiritualidad bien trabajada, el maestro es capaz de recuperar a sus 48 años su mejor esencia y regalarnos un disco memorable donde ofrece una síntesis admirable de su música, con temas tan potentes como el calentísimo “Black Sweat” (el vídeo es de una sensualidad rebosante), el que da título al álbum y otros tan magníficos como “The World” o “Get on the boat”, sin olvidar por supuesto esas baladas marca de la casa en una siempre reconocible línea romántica fruto su exacerbada sensibilidad: “Lolita” y la suave “Te amo corazón”. Prince se reinventa al tiempo que reinventa la música a partir de unos hallazgos musicales que beben de fuentes asumidas e incontestables. La auténtica renovación proviene no del plagio, ni del reciclaje ni de la vanguardia que, ignorante ella, repite y repite lo antiguo porque sencillamente lo desconoce y es incapaz de integrarlo, nada de eso, proviene sin embargo de la comprensión profunda de los códigos clásicos hallados por los pioneros en la materia de que se trate, justo lo que realiza Prince en su extraordinario, sorprendente, fresco, innovador y profundamente clásico nuevo disco ya en el mercado.
Prince posee una fe en su música más allá de todo lo imaginable y por eso puede seguir regalándonos obras maestras de este calibre. Y reflexionar sobre él como símbolo, acerca de su posición real dentro de la metonimia incesante de la existencia, me lleva asimismo a preguntarme, mientras releo algunas de las palabras que Jesús dedicó a Nicodemo (“El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla la luz, porque sus obras eran malas”; Juan 3,14-21), sobre el papel de nuestras decisiones y nuestros actos en la presencia continuada de la maldad en el mundo y el combate crudo y permanente que cada de uno de nosotros nos vemos obligados a enfrentar para tratar de mantener intactos los núcleos más impermeables de ciertas creencias. ¿Sin esta guerra sin cuartel contra el mal, contra el desánimo, contra la desesperación, contra el odio, la barbarie y la injusticia podría el hombre llegar a crear algo realmente valioso?
“Según el hombre interior me complazco en la ley de Dios; pero siento otra ley en mis miembros que va luchando contra la ley de mi razón, y me va encadenando a la ley del pecado que está en mis miembros”. En sus epístolas a los Romanos el gran prestidigitador lingüístico y conceptual que fue sin duda San Pablo ya sabía perfectamente que Dios y el problema del Mal irían siempre indisolublemente unidos. Sólo el nacimiento de una nueva vida, la renovación biológica que con nuestro esfuerzo pueda tener acaso la posibilidad de inventar un futuro aún desconocido, todavía por definir, nos brinda la esperanza incierta de que la reconciliación de los opuestos tendrá la oportunidad de ensayarse una vez más en el maravilloso drama que será representado a través de una milagrosa existencia; “porque la esperanza que ve al alcance su objeto, no es esperanza. ¿Quién espera lo que ve a su alcance? Pero si esperamos lo que no vemos, lo aguardaremos con anhelo y constancia”…