La liga española de fútbol, la autoproclamada liga de las estrellas concluyó realmente hace bastantes días, bastantes meses para ser exactos, pues nadie dudaba entonces del resultado final de la misma: el Barcelona sería al cruzar la meta el mejor equipo de los participantes y por méritos propios, habiendo practicado en determinados momentos un juego brioso y brillante, práctico e inteligente, ganaría un título que se le venía resistiendo desde hace ya demasiado tiempo. Y no sólo por ese motivo tendría al alcance de su mano deportiva el preciado trofeo de la regularidad sino que este gratificante hecho se vería sin duda potenciado por la caída en los abismos de la mediocridad de una banda blanca llamada Real Madrid. Este grupo de pseudoprofesionales ricachones, infectados por el virus de la vanidad autocomplaciente, amanerados en un discurso intrascendente rayano en la abstracción sin referentes concretos, insultantemente remunerados y todavía mejor pagados de sí mismos, este conjunto de piezas deslavazadas tratando de imponer las reglas de la pereza en un juego que carece de piedad con aquellos que no apuestan por la lucha y el sacrificio, digo, aun a costa de haber sido sometidos todos y cada uno de sus perdularios miembros a un supuestamente doloroso proceso de escarificación con el loable fin de recuperar una salud hace mucho tiempo perdida, ha sucumbido una vez más, un año más, a los peores defectos que le caracterizan de un modo tristemente reconocible. Ni tan siquiera la renuncia impuesta por Luxemburgo a una señas de identidad constituyentes de lo que habría de seguir configurando una personalidad objetivable para el aficionado merengue ha logrado disimular la insoportable apatía que corre por las obturadas venas de una plantilla agonizante y raquítica. El jugador-monje Zidane, el único componente con verdadera clase futbolística dentro de esos conjurados de la desdicha, el solitario combatiente cuyo espíritu de equilibrio y sabiduría continúa emitiendo los terminales rayos luminosos de la galaxia que definitivamente se apaga, el guerrero de corazón acedado por el infortunio de verse sometido al imperio de los deseos vacuos en lugar de estar rodeado por disciplinados discípulos aprendices de su excelencia, tampoco ha podido esquivar la inevitabilidad de una catástrofe largo tiempo augurada. No vale ahora como no valía entonces hacer voto de contrición y la oportuna protestación de fe auténtica en unas posibilidades marchitas desde su misma concepción errónea, puesto que siendo honestos y no huyendo de la verdad de los hechos jamás hubo (qué complicado es a veces convencernos de lo evidente) posibilidades reales para haber podido ganar en buena lid cualquiera de los tres títulos a los que en teoría se optaba. La enfermedad incurable de curso irreversible, el mal que insidiosamente se iría manifestando en un cuerpo habitado por lo insalubre de la codicia y la desgana, comenzó a dar muestras de clara existencia a través de la manifestación sintomática materializada en el abandono irremisible de Camacho durante los balbuceos iniciales de la temporada. El entrenador vocero, rudo, aguerrido y trabajador pero infinitamente más profesional que la mayoría de los integrantes de la plantilla "infantiloidea" que en líneas generales hacía caso omiso a sus enseñanzas e indicaciones, tomó esa decisión drástica e irrevocable tras haber comprobado por sí mismo la nula dedicación y el inexistente compromiso ganador de un grupo humano habitado por el hedonismo de diseño, el amor inquebrantable a la pecunia mercenaria y el culto a la imaginería especialmente pensada para los ídolos de barro, sin alma, sin fundamentos sólidos y sin la deseable grave consistencia que las grandes gestas deportivas siempre demandan a los férreos espíritus que son capaces de acometerlas.
Nos encontramos, pues, ante una situación de muy difícil resolución desde un punto de vista estructural y a corto plazo, ya que lo que verdaderamente está demandando este club desde hace demasiados meses es un giro copernicano en la arquitectura filosófica que le constituye, con la imperiosa necesidad de ir prefigurando un modo de concebir las relaciones dentro de la propia plantilla y de cara al entorno totalmente distinto al hasta ahora practicado, y cuyo modelo de funcionamiento, asentado en la idolatría del nombre y del dinero, no ha supuesto más que la derrota, la vergüenza y el más triste de los fracasos al poder ser atribuible a faltas teóricamente evitables y, en consecuencia, percibido como justo castigo ante el orgullo infinito de unos reyes decadentes, sin grandeza, con vencida fecha de caducidad, sin reino. De poco o nada sirve que la descabezada república atlética, al frente de cuya endémica desorientación se presenta un personaje rudo, romo, parco en razonamientos y palabras, trate de lanzar algún incomprensible cable de ayuda dialéctica a través de la agostada y maquínica figura de un entrenador excesivamente amigo del cliché y la bronca simuladora cuando la tormenta de la realidad arrecia sobre su enérgica cabeza. Un aficionado atlético tan sabio y cualificado como sin duda lo es mi querido amigo Antonio, viendo junto a mí el surreal partido que el Atlético de Madrid tiró incomprensiblemente por la borda de sus esperanzas ligueras cuando al ir perdiendo uno-cero frente al desolado Deportivo de LA Coruña realizó sustituciones que denotaban un claro afán de reserva en aras de una ficticia clasificación copera, cosa que en menos de una semana quedó revelada como estrategia sumamente inoperante, este inteligente y razonable aficionado, digo, fue el que primero vaticinó el derrumbe más que posible en una semifinal contra el Osasuna que finalmente se manifestó en toda su cruda fatalidad. César Ferrando ha demostrado su falta de previsión, de efectividad y de astucia cuando fiándose de su solo criterio apostó toda una temporada a una carta que desgraciadamente para él y el club que representa no fue la de la diosa fortuna. Y éste hombre, que suele llenar sus más que predecibles discursos de palabrería varonil tipo "valiente, cobarde, hombría" y autoayuda falaz modo "el fracaso no existe, siempre hacia delante, no me rindo jamás", este prototipo de casta ibérica miope hasta la defunción propia y ajena es el que asegura que el Madrid ha realizado un juego vistoso y excelente durante la segunda vuelta del campeonato…
¿Qué nos depara el futuro a los aficionados de los dos clubes madrileños más importantes? Decididamente tendremos que tomar muy en cuenta la posibilidad de hacernos seguidores de un equipo humilde, trabajador, empeñado en subir peldaño a peldaño el accidentado camino de la gloria, y, sobre todo, enemigo de cualquier manifestación eufórica de vengativa estulticia o de acatar como opinable un gruñido cavernoso procedente de las grutas más profundas de la ignorancia. ¿Representa el Getafe ese luminoso y esperanzador horizonte? Espero que así sea.
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