3. TERCER TIEMPO
Mi hijo, que murió ayer, también era tuyo. Era tu hijo, fruto de una de aquellas tres noches. Era tuya, y tuya fui desde entonces, mi amor, hasta la hora en que nació. Me sentía como dignificada por ti y no me hubiera sido posible aceptar las caricias de cualquier otro hombre. Era nuestro hijo, querido; el fruto de un amor consciente y de tu descuidada, pródiga y casi involuntario ternura. Nuestro hijo, nuestro niño, nuestro único hijo. Quizá te asustes, quizá te sorprendas solamente. Te preguntarás por qué nunca te he hablado de este niño; y por qué, habiendo guardado silencio durante tantos años, te hablo de él ahora que yace durmiendo su último sueño, ahora que me acaba de dejar para siempre y que nunca, nunca volverá. ¿Cómo podía decírtelo? Yo era una desconocida, una muchacha que únicamente se había mostrado ansiosa de pasar contigo aquellas tres noches. Nunca hubieras creído que yo, la compañera sin nombre de un encuentro casual, te fuera fiel a ti, que has sido infiel constantemente. Tú nunca hubieras aceptado sin recelo a mi hijo como tuyo.
Incluso en el supuesto de que te hubieras fiado de mi palabra, habrías conservado, no obstante, la secreta sospecha de que aprovechaba el lance casual para ofrecer un padre en buena situación al hijo de otro amante. Hubieras recelado. Siempre se hubiese interpuesto una sombra de desconfianza entre tú y yo. Y yo no lo hubiera podido soportar. Además, te conozco. Quizá te conozca mejor de lo que tú mismo te conoces. Tú amas, pero sin preocuparse, conservando el corazón libre y perfectamente tranquilo; eso es lo que entiendes por amor. Te hubiera resultado insoportable aparecer de improviso convertido en padre; ser responsable del destino de un niño. La libertad te es tan necesaria como el aire que respiras, y yo te habría parecido una cadena. Interiormente, aun en contra de tu conciencia, me habrías odiado como a una rémora personificada. Quizás únicamente de vez en cuando, durante una hora o un breve minuto, te habría parecido una carga, me habrías odiado. Pero mi orgullo no me permitía, ni por un instante, ser una sombra en tu vida. Prefería arrostrar sola las consecuencias antes que ser una carga para ti; quería ser la única entre las mujeres que has tratado íntimamente, en la que sólo pensaras con amor y agradecimiento. De hecho, nunca has pensado en mí. Me has olvidado.
No te acuso, amor mío. Créeme, no me quejo. Debes perdonarme si por un momento, aquí y allí, mi pluma parece bañada en amargura. Debes perdonarme; mi hijo, nuestro hijo, yace entre cuatro cirios oscilantes. El dolor es más fuerte que yo. Perdona mis lamentos. Sé que eres compasivo y siempre estás dispuesto a ayudar. Ayudas al primer extraño que te lo pide. Pero tu caridad es peculiar; no tiene ataduras. Cualquiera puede obtener de ti lo que pueda agarrar con ambas manos. Y aun así, debo confesar que tu bondad discurre lentamente. Necesitas que te lo pidan. Ayudas a aquellos que lo solicitan; ayudas por vergüenza, por debilidad y no por el placer de hacerlo. Déjame decirte abiertamente que aquellos que se ven aquejados por el dolor y el tormento no están más cerca de ti que tus hermanos en la felicidad. No obstante, es duro, muy duro, pedir algo a los de tu clase, incluso a los más amables.
En cierta ocasión, siendo niña todavía, espiaba a través de la mirilla de nuestra puerta y observé como dabas limosna a un pobre que había llamado. Se la diste presta y espontáneamente, casi antes de que hubiera hablado. Pero había cierto nerviosismo y apresuramiento en tus modales, algo así como si quisieras quitártelo de encima cuanto antes; parecías temer el encuentro con sus ojos. Nunca olvidé aquel modo tímido y trabajoso que tenías de dar una limosna, aquel evitar una palabra de agradecimiento. Por eso nunca te busqué en mis tribulaciones. Sé que me habrías concedido cuanta ayuda hubiera necesitado, aun cuando hubieras sospechado que el niño no era tuyo. Me hubieses ofrecido comodidades y dinero, gran cantidad de dinero; pero siempre con una impaciencia encubierta, con un secreto deseo de desprenderte de la preocupación. Incluso llego a creer que me habrías aconsejado deshacerme del futuro ser. Eso era lo que más temía, porque sabía que hubiera hecho todo cuanto tú quisieras. Pero mi hijo era todo para mí. Era tuyo; eras tú vuelto a nacer (tú, pero no esa persona feliz e inconsciente a quien nunca puedo esperar poseer, sino tú siempre para mí, carne de mi carne, íntimamente ligado a mi propia vida). Al fin te poseía para siempre; podía sentir tu sangre discurrir por mis venas; te podía alimentar, acariciar, besar tantas veces como mi alma lo deseara. Por eso me sentí tan feliz cuando me di cuenta de que esperaba un hijo tuyo, y ésa es también la razón por la que te lo oculté. A partir de entonces ya no te podías escapar; eras mío.
Pero no quiero ocultarte que los meses de espera no fueron tan felices como yo había imaginado en los primeros momentos de transporte. Estuvieron llenos de dolor y cuidados, llenos de fatiga ante la crueldad de la gente. Las cosas se me pusieron difíciles. En los últimos meses no pude conservar mi trabajo, porque los parientes de mi padrastro hubiesen advertido el estado en que me hallaba y habrían avisado a mi familia. Tampoco quise pedir dinero a mi madre, de modo que en la última temporada del embarazo me las arreglé con el producto de la venta de las pequeñas joyas que poseía. Una semana antes de internarme, mi lavandera me robó el poco dinero que me quedaba y tuve que acudir a la Maternidad.
El niño, tu hijo, nació allí, en aquel refugio de miserables, entre los muy pobres, las prostitutas y las enfermas. Era un lugar horrible, donde todo resultaba extraño, desconocido. Nos sentíamos extrañas las unas a las otras y yacíamos en nuestra soledad, unidas únicamente por nuestra pobreza y desgracia, llenas de mutuo rencor, amontonadas en aquella sala impregnada de olor a cloroformo y a sangre, y rodeadas de gritos y lamentos. En esas salas, la paciente pierde toda su individualidad, salvo la que permanece en su nombre escrito en lo alto de la gráfica. Lo que yace en la cama es meramente un pedazo de carne estremecida, un objeto de estudio... ¡Ah, las madres que dan a luz en casa, rodeadas de la solicitud impaciente de sus esposos, no saben lo que representa, en este trance, sentirse sola e indefensa ante el cinismo, disfrazado de ciencia, de los médicos jóvenes o la avaricia inconcebible de las enfermeras!
Te pido perdón por hablarte de estas cosas. Nunca más lo volveré a hacer. Durante once años he guardado silencio, y pronto estaré muda para siempre. Una vez por lo menos tenía que hablar alto, hacerte saber cuán costosamente vino al mundo este niño, este niño que fue mi delicia y que ahora reposa eternamente. Había olvidado aquellas horas tan penosas; las habían ocultado sus sonrisas, su voz; las había olvidado en mi felicidad. Ahora, después de muerto, la tortura ha vuelto a tomar forma y por esta vez siento la necesidad de proferirlo.
Pero no te acuso; ni un solo momento te he guardado rencor. Ni siquiera en la agonía del alumbramiento estaba resentida contra ti. No me arrepiento del goce que he disfrutado con tu amor; nunca he cesado de amarte ni de bendecir la hora en que fijaste la meta de mi vida. Si de nuevo se presentara la misma coyuntura, a conciencia de lo que iba a acontecer, pagaría aquella dicha con cualquier castigo y lo cumpliría contenta tantas veces como fuera preciso.
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